Solo pensar dejar
este país siento una melancolía africana por dentro. Hoy, corriendo por Quinta
avenida trataba, aunque sea de bajar mis récords negativos de siempre. Trataba
correr un minuto más, unos treinta segundos, arrancar a esa atmósfera pegajosa
que tenía alrededor, un respiro decente. Sentía dolores en todo el cuerpo.
En
las costillas, mi perenne infarto; en la rodilla, mi mutilación; en la cabeza,
mi derrame; en el corazón, en el centro preciso del corazón, como si fuera
perseguido por un francotirador, mi habitual revolcarme en el pasado, en el futuro
posible que nunca ha sido, en los lugares que apenas los miras a lo oblicuo te
hablan como comadres con buenos reflejos.
Lugares-que-apenas-los-miras-te-hablan, aquí están, en este país, ya sería
suficiente decir en la calle aquella, en Quinta, se han agolpado recuerdos
aceitosos como venganzas, como un compañero de primaria que nunca ha digerido
una antigua prepotencia tuya y te la hace pagar a los cincuenta, cuando se
convierte en algo distinto de un restablecimiento de un improbable equilibrio,
más bien en el sentido redondo de la vida, la suya. La vida de los demás, de
los lugares inanimados que me ven correr, o no precisamente correr, arrastrarme
a su lado, como una intimidad toda nuestra, de lo que queda de mí y de lo que
ha arrancado la lluvia, día tras día, y el sol y la niebla de la memoria.
Tendría que dejar solas, para siempre, esas tardes estúpidas en calle 14
tomando, ofreciendo, preocupándome del dinero solo un poco. Preocupación
equivocada. Hoy lo sé. Era pobre no beber aquellas cervezas, pobre no escuchar
las charlas de algunas amigas. Interrogarlo con el corazón a ese escenario,
porque te devuelva al menos los perfumes de esos días, al menos alguna rápida
secuencia de pensamientos, de humores, sí, claro, de los humores que entonces
me atravesaban. Era simplemente gigantesco, como la vida. Y el hotel de mala
muerte y ese cuarto por horas donde fui dos veces a esconderme de todo, y
emborrachándome con otra noche final. Tal vez no he bajado mis récords
negativos, pero he luchado mucho hoy para no hacerme halar por un brazo, para
no caer en ciertas trampas, para no congelar mi mirada sobre algún detalle
mortal. Ya, de la especie que te captura como en un hechizo, de alguna mirada
que te deja de sal, así es, o de piedra, o de carne que tiembla, que golpea,
que patina, que se levanta, que cae de nuevo. Qué sería de mí sin esta ciudad,
me pregunto. Donde habría encontrado ciertas intimidades, ciertas distancias,
la posición firme que logro tener cada día por más tiempo, delante de los
demás, delante de la edad, delante de la muerte. Delante de los demás era algo
importante, claro. Ha sido el regalo más grande. La emoción de mirar al mundo
del alto, como podré agradecerte? Yéndome? Dejando secar por completo mis
sonrisas, mis lágrimas, en las esquinas de las calles que me han visto feliz y
triste y hombre? Dejándote descolorar como un cuadro sin mas suerte ni pasado?
Cuanto éramos frágiles, frágiles de verdad, tú y yo, en ese infinito decenio.
Cuanto éramos el momento continuo que se consumía rápido, que se consumía
siempre. Nuestros pies de arcilla, nuestro corazón infinito, nuestras mejores
palabras, nuestros besos dolientes, nuestros adioses reales, nuestros
encuentros por juego. Tú y yo, inmensa ciudad, que hacíamos carrera en
perdernos uno en las calles del otro, uno en las fantasías del otro,
confundiendo siempre la realidad, tomando un trago, jugando al amor, a la
gracia, a la poesía. Y sabíamos como hacerlo. Tú y yo. Sabíamos leernos poemas
sin salida antes de dormir. Nosotros y nuestro tiempo infinito del carajo! Te
lo imaginarías? Estoy aquí que te acaricio, que te acompaño con la dulzura de
los viejos, de las parejas que van a morirse unidas, sin elección. Se disminuye
el volumen de todos los ruidos cuando te acompaño. Todo se convierte en un murmullo
gigantesco, nuestro, el que explota de todas las palabras calladas. Cuando me
alejo, aunque solo con el pensamiento, me parece perder mi alma, dejarla a ti,
en tus calles, entregártela como un tesoro que tenía valor solo para nosotros.
Vieja ciudad absurda, mientras corro, mientras atravieso las elegancias que se
alternan como criadas sin futuro, me parece que haya sido un amor insaciable.
Me parece que me quedaría para siempre a cantarte serenatas, para siempre,
hasta la muerte, pero también después, con voces desfiguradas, con notas
incomprensibles, con textos falseados. Me quedaría allí, también en el día en
que perdería la vena, y las palabras, y la vocación, y la memoria. Te amaría
por confianza, o por un recuerdo solamente, o siguiendo las indicaciones de una
nota que guardo en mi bolsillo. Te amaría como se ama cuando todo está perdido
y todo vuelve en los recuerdos, como la dote de un loco. Correr, o arrastrarme
a tu lado, apoyando la mirada ahora sobre un punto, ahora sobre otro, huirle, porque
un pasado como ese se demora un instante en ahorcarte el presente. Ninguno de
los dos hubiera apostado un centavo que hubiésemos durado. Estos años, estos
sentimientos que se han hecho constantes, persistentes. Podría prometerte las
habituales mentiras. Tú lo sabes. Y tengo la tentación de gritarlas al viento.
Decirte que no me iré. Que me quedo a morir entre tus brazos, en el eco del
mundo que hemos construido juntos, que todavía retumba en mis oídos. Me iré, ya
lo sabemos. A lo mejor simplemente mal muriendo, en un hospital, lejos a un
millón de kilómetros de esta nuestra, íntima poesía. Cuando se ama hay que ser
listo para traicionar y para amar la traición del otro. Somos bastante viejos
para no saberlo. Quinientos años tú y yo más del doble esta noche. Quisiera
solo pasarte de mano, no desaparecer. Entregar tu belleza a alguien que sepa
apreciarla, que sepa defenderla. Cuando se ama de verdad uno se preocupa de la
felicidad, no de la eternidad. Y nosotros de la eternidad hemos siempre sido
desinteresados. Hasta hoy, aunque sentimos su dolor.Hoy un sol incandescente ha tratado desviar mis pensamientos, mis pasos, mis sentimientos. Se ha ocupado esta ciudad de levantarme, de tenerme en pié, de hacerme recordar las frágiles razones de un paso, de otro, luego de otro más hasta mi casa. Vivimos así, siempre en la proximidad de perder la razón del correr, y reencontrándola por momentos, en las cosas, en las mentiras, en los cuentos que se cuentan a los niños para que vayan a la cama y cierren los ojos.
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